El que come y no convida tiene un sapo en la barriga
I
Soy una creadora que durante sus procesos se alimenta y alimenta sus prácticas diversas desde las escénicas a la poesía sin dejar de postular que el arte es comunitario.
Con los colectivos con los que experimento, porosos, indagamos sobre el alimento y su deriva hasta llegar a degustarse por las personas (ellas en su diversidad). Esto, tan orgánico y necesario, se desliza en el acontecer de los días y parece un trámite que resulta dado.
Y dado es que muchos en el siglo XXI sigan trabajando la tierra con sus cuerpos en peripecias y dobleces incansables en largas jornadas mientras una minoría sea, curiosamente, la propietaria de lo que otros cosechan de esas tierras. Dado es que esos alimentos viajen abarrotados, encerrados en cajas para llegar a un mercado, tienda, shoppings: grandes superficies. Dado es que algunas personas coman sentados, otras de pie, de prisa, lentamente, acompañados o no. Dado es que personas busquen “las sobras” para llevarse un bocado a la boca.
Todas estas instancias generan un campo de experimentación que hace la inmersión a saberes que parecen “pan comido” y que se dan en contextos diversos, dependiendo de climas latitudes y especialmente, del lugar en que a cada uno le tocó al nacer. Que parecen iguales a la hora de llegar a un mercado de una ciudad. Pero, ¿qué es lo que ocurre allí? ¿Quiénes y cómo están dentro y quiénes afuera?
II
Práctica en una ciudad: sigo a alguien que camina por la calle principal, lo veo arrastrar los pies en su caminar falto de alimento, chicha, sal y pimienta. Lo sigo aturdida por mi intención de encontrar respuestas. Ese alguien se detiene en la esquina y compra en una tienda, observo. Sale con una bolsa. Se resguarda en ella una caja de zumo y un paquete de arroz.
III
Decido ir al supermercado de mi barrio. Me quedo cerca de la caja registradora; veo pasar por allí: carne envuelta en plástico, tomates apoyados en cajas de cartón y con una bolsa que cubre todo el paquete, queso en bandejas, pan en papel; entre el alimento los productos de limpieza y aseo.
Salgo cuando llega la hora del cierre y me mantengo contenida, con hambre, pero a la espera. Cual animal que espera su presa. Así van llegando un grupo de personas que esperan también el contenedor de basura que saca una de las empleadas, allí la comida con fechas vencidas. Es que los productos caducan, ¿de cansancio, de inercia? Es que no pueden mantenerse por siempre intactos, ingenuos a lo que acontece. Entonces me vuelvo tomate que pierde su orientación y soy tomada por una anciana que me apoya en su mano y me lleva a su departamento, me lava, me corta y me come.
La secuencia se repite toda la semana aunque cambio dejo de ser tomate. Me vuelvo manzana, alga, merluza.
A veces las personas que se juntan para rodear el contenedor de basura cantan, a la vez se mueven en un baile nuevo.
IV
Caminar en la ciudad si tienes hambre solo permite ver comida y a la gente que se sienta en invierno y verano a comer en las terrazas, mesas que ocupan el espacio público y ostentan con la comida local: tortilla de patatas, callos, pulpo, calamares, paella. ¿Es esa una provocación, un acto de violencia? Por un lado los que pueden sentarse, pedir, comer y los que caminan alrededor, mirones que pasan la lengua por los labios; sigues caminando y algunas personas van masticando frutas, bocadillos, golosinas. En ocasiones, cada vez más, para esos mirones, el alimento lo cubre todo, el cielo, la tierra, las tiendas, las mesas, las escaleras que te llevan a la Plaza Mayor.
De repente la ciudad se vuelve una gran rosquilla que solo algunos pueden masticar.
Miro mi mano, mis huesos, mis pliegues. Me pregunto por ese comer en reunión, que la reunión se abra, que sea abierta y plural.
V
Sueño que caigo en medio de la noche. Unas cajas de pescados vacías son las que me hacen tambalear. Ahora además de rota estoy con olor a pescado. A dos calles de donde vivo el mercado deja los rastros de su venta diaria. Así, en medio de donde paso, cajas y cajas blancas inundan la ciudad. Sudorosa intento levantarme, correr, pero vuelvo a tropezar con las bolsas. En ellas, los restos de las comidas de mis vecinos, dispersos, huesos de pollo, semillas, cáscaras. Ya no huelo a pescado, huelo a limón.
VI
En el estanque del Retiro un montón de niñxs tiran comida a las tortugas, ¿acaso esos adultos acompañantes no saben lo que implica “ese tirar”? Camino sin seguir a ningún transeúnte. Llego a la sala de ensayo y me muevo como tortuga ahogada por la comida de esos niñxs.
VII
Voy a la tienda, miro las diversas marcas de aceite, tantas para elegir, ¿cuál es la mejor, qué debo leer, atender, preponderar? No logro decidirme. Voy a los estantes del café y también vienen marcas y más marcas a los ojos; entre un suceder de envoltorios comienzo a viajar a los campos de café, a ese recuerdo cuando estábamos en Sancti Spíritus, Cuba. Mi memoria como la cafetería de enfrente donde cada día un nuevo turista se sumerge y brinda ante su suculento plato, y se fotografía.
VIII
Dejo unas uvas en la heladera, las observo, día tras día cambian su forma, se desintegran, son pocas, un pequeño racimo en un plato hondo. Las veo desfigurarse, cada día una nueva palabra, un nuevo paso de baile que me invade.
Salgo, recorro la ciudad, desesperada sigo a un grupo de jóvenes que muestran en su posición al caminar, al moverse, cómo los fue delineando la alimentación. Se refugian de las miradas y me pregunto si podré comprar comida el próximo mes, si me aceptarán las personas que rodean los contenedores de basura a la hora del cierre del supermercado. ¿Me querrán entre ellos? ¿Me querrán?
Retorno. Las uvas, rojas, moradas están cómodas pero envejecidas.
IX
Ordeno todo por colores, tengo el verde del brócoli, el verde la lechuga, el verde del té verde, el verde lima, el verde del aguacate, el verde de la manzana verde. Miro el verde de mis alimentos y busco un lugar verde en la ciudad; vuelvo a ordenar mis alimentos, los corto, los organizo como si se tratara de una obra pero ese verde no me da esperanza, me da tristeza. Es un verde que no se deja embromar. Es un verde preguntón.
X
Desde la ventana veo a una persona comiendo con la mano un brócoli así, como si fuera una pera, pero es un brócoli.
XI
Entrar a un tenedor libre, a un restaurante donde por un precio determinado puedes comer toda la comida que entra dentro de ti. A esa hora, en ese lugar, sin pensar más que en ti, en tu necesidad de saciar.
XII
En la puerta de al lado de mi casa, en la puerta del nuevo restaurante, la gente hace fila para degustar un bacalao; parece que es un bacalao muy famoso. Por más que llevo años viviendo en este piso nunca degusté uno. La gente espera horas por hacerlo. Me da curiosidad no el sabor del bacalao, más bien el tiempo que determinan esperar ese trocito, ese pincho de bacalao, ¿tiempo en el que podrían leer, cantar, bailar? Tiempos de unos, de otros.
XIII
La economía marca las tendencias del vivir. Cómo y qué comen los artistas periféricos de las artes escénicas en este nuevo siglo, es otra pregunta que me hago. Entre ellos están los que pueden decantarse por una alimentación saludable, los que compran todo en tiendas veganas, tiendas ecológicas, tiendas caras y los que se alimentan con los restos que dejan las personas con las que comparten piso. Esos restos varían si esos compañerxs viajan a su pueblo los fines de semana o si no tienen pueblo.
XIV
Pruebo lamer un plato con migas de chocolate, mi cuello se estira perpendicular al plato, un auto pasa a velocidad y ellas vuelan. Entonces mi cuello queda vencido, recaigo en mi hombro, sentido. Recorro los lunares de mi panza y observo cómo el aire que entra, la infla.
XV
En los colectivos en los que participo observo, medito, pregunto, pruebo, ensayo y estudio, para volver a probar y a leer. En el probar cuántas hojas y cuál espacio despliego los materiales. Llevo las fotografías, los vídeos del supermercado y la cinta registradora, las notas que tomé al seguir al señor que iba a la tienda, los dibujos del estanque de tortugas, las diversas anotaciones de la nocturnidad abrazando el contenedor de basura, los sueños y las pesadillas, los miedos y las intenciones. Las preguntas, ¿siempre las mismas aunque con variaciones? Algo insiste en ese comer, en ese masticar letra por letra, el hambre sigue (para tantos, para esa inmensa mayoría y no solo en esta ciudad sino en todas) sin descanso, hora tras hora.
Anoto: El gran dilema existente entre los que comen y los que no. ¿Cómo hacer para que no se naturalicen estos hechos, de tal modo que se vuelvan lo que ahora son: costumbres?
Anoto: ¿Se puede vivir tranquilamente si se sabe lo que pasa, es decir si ese saber toca el cuerpo, se nos hace carne?
Anoto invitación: Retomando prácticas, recreándolas, dejar cartas en los buzones recordando de dónde salen los alimentos que se consumen. Pasados 15 días generar una deriva de visitas a las terrazas, comer lo que allí haya, sentándonos con esos comensales y generar conversaciones sobre qué es el espacio público, qué hace que permitan que puedan comer mientras otrxs no, qué posibilidades hay de tramar juntxs.
Conversatorios performativos donde reflexionar-accionar, pensar en cómo se puede hacer posible una distribución digna de los alimentos. Recorrer los huertos urbanos, visitar los bancos de alimentos. Y así como se comenzó a pensar hace no tanto sobre la accesibilidad en las ciudades para los que se ha dado en llamar discapacitados o personas con diversidad funcional (desde quienes van en silla de ruedas hasta los adultos mayores), comenzar a pensar en el acceso a las comidas para todos los que conviven en las (mi) ciudades.
Anoto: ¿Esto implicaría un giro copernicano?
Anoto: Llamar a referentes sociales, sumar a las redes, activar-nos.
Anoto: Llevar las piezas creadas a distintos puntos de la ciudad. Ponerlas sobre la mesa.
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