LA COMIDA, LA CULTURA Y LA CIUDAD
Plaza Cataluña durante el festival Model 2022.
[Fotografía de la web Model. Festival de Arquitecturas de Barcelona, 2022.
Entre los múltiples puntos de vista desde los que podemos observar la ciudad, el de la comida es quizás uno de los más completos y, al mismo tiempo, el menos conocido. Cuando decimos punto de vista nos referimos a instalarse en un sitio desde el que adquieran sentido y se hagan visibles las relaciones entre un conjunto de elementos, espacios, acciones y, así, una ciudad entera. Aún pensamos que la ciudad la podemos representar mediante un plano que nos dé las dimensiones reales de las cosas a escala. Estas mismas dimensiones sirven para cuantificar superficies y establecer su valor y forman, por así decirlo, un dibujo «operativo». Pero existen otras representaciones de la ciudad, interesadas en mostrar las relaciones entre los elementos o las partes de la misma y las acciones que se producen en ella. El ejemplo más corriente es el plano del metro, que muestra orden, secuencia y conexiones, pero que no representa un dibujo de la ciudad tal y como lo entendemos habitualmente; sus dimensiones no son reales, y no coinciden con la forma de las cosas en la superficie.
Otros tipos de representaciones, como las icónicas del París de los situacionistas hacia 1953, utilizaban un plano real, pero «apagaban» trozos enteros de la ciudad, para poder hacer visibles tan sólo algunos fragmentos y dar lugar a lo que Guy Debord llamaba una guía psicogeográfica, que retrataba sus derivas. También están los dibujos que parecen «tejidos», en los que las líneas se cruzan y se superponen haciendo visibles las capas que han ido formando. Las líneas van de unos puntos a otros, y de éstos a muchos más, mostrando las relaciones y tejiéndolas, ayudándose de recortes de información. Son similares a la representación que el matemático John Forbes Nash, interpretado por Rusell Crowe, fabrica en el garaje de su casa en la película A beautiful mind (Una mente Maravillosa).
La comida inspira a realizar un experimento similar sobre el plano convencional de la ciudad, en nuestro caso, de Barcelona, que se acerca a la idea en la que insistimos desde hace un tiempo, que es verla desde otros puntos de vista, no solo desde el de los técnicos de urbanismo. Massimo Montanari señala en Il cibo come cultura (La comida como cultura) que la comida es una gramática, ya que todo parece tener una palabra en ella, también en la ciudad. La comida nos ayuda a verla de otra manera al superponer a su geometría, la gramática de todo lo que esta trae consigo.
La comida —los alimentos, su distribución y venta, la forma de cocinarlos, los lugares donde la preparan y venden—, dibuja sobre la ciudad una telaraña de relaciones que representan diversas realidades, que se van desplegando desde nódulos gruesos hacia ramas y, finalmente, hacia los capilares, ramificándose como una neurona. Pero el dibujo de la comida no lo trazan sólo los alimentos al llegar, distribuirse y almacenarse, lo trazan las personas que los compran y los cocinan, o quienes los comen al caminar o estar sentados en la calle. Un dibujo con manchas muy visibles que muestran los cada vez más frecuentes lugares que concentran mayor cantidad de espacios destinados a su preparación, distribución y venta, que se despliegan, por ejemplo, cerca de las zonas de oficinas o junto a colegios e institutos.
La ciudad desde la comida muestra más nítidamente su funcionamiento y su actividad, especialmente la vida de sus actores, de quienes vivimos en ella. También la comida retrata los horarios predominantes en la ciudad, a pesar de que la hegemonía de aquellos ligados, por ejemplo, al trabajo y a la educación, tiene cada vez más matices. Unos horarios transformados, inestables y caprichosos, tocados de muerte por el turismo, la comida preparada y el delivery, que nos vuelven perezosos para cocinar. Porque, paradójicamente, lo que ofrece la ciudad modifica nuestro ánimo y actitud frente a la cocina, y con toda esa maravillosa actividad y oferta de oportunidades, ya no parece educarnos bien. Tan sólo parece educarnos en el consumo instantáneo, y la comida urbana es una de las pruebas de esa perversidad.
La comida está presente de nuevas formas
Una de las incorporaciones más recientes a este dibujo es la que trazan los ryders con sus bicicletas y sus mochilas térmicas de formas cúbicas. Si las ruedas de sus bicicletas tintasen los lugares por donde pasan, nos enseñarían los trayectos de la comida preparada mientras la llevan a casas, puestos de trabajo, escuelas o playas, si procede. Son dibujos ceñidos a zonas concretas de barrios o distritos, dejando líneas que unen los sitios donde se cocina con los lugares donde se come —siempre que llegue tibio— y representan una de las incorporaciones más visibles en la ciudad. Después de la pandemia, y al volver a la actividad, da la impresión que siempre hubieran estado aquí. Los ryders cargan especialmente comida oriental, la novedad hawaiana, burgers y, obviamente, pizzas, pero también lo que se cuece en las llamadas dark kitchens, cocinas satelizadas de varios restaurantes, donde se elaboran sus recetas fuera de los locales comerciales.
Detrás del dibujo de los ryders hay otra cosa que no se puede ignorar, y es que estos muestran que al final de su trayecto hay hogares. De hecho, lo llamamos «comida a domicilio», haciendo alusión a que no se cocina en casa: un tema del que aún no sabemos gran cosa, pero que afecta por igual tanto a las viviendas tradicionales, como a las que llamamos viviendas compartidas. ¿Cómo serán las viviendas post comida a domicilio? ¿Tendrán una cocina como las que hemos conocido hasta ahora? ¿Se consolidarán las cocinas comunitarias de los recién llegados edificios de viviendas cooperativas? Quizás estas viviendas, con sus cocinas colectivas, pueden encontrar, gracias a la comida, una de sus mejores expresiones. Los ryders nos hablan de una ciudad que lentamente se transforma; son seguramente la cara visible de una ciudad sin cocinas como las actuales y abren la puerta a una lenta desafección por guisar, por los productos frescos y por lo «que hemos comido», parafraseando a Josep Pla. El desmontaje actual de los mercados ha interrumpido durante años las rutinas de compra de un barrio. A esto ha contribuido el tiempo excesivo de las obras de remodelación de los edificios que, en muchos casos, cuando vuelven a abrir, lo hacen convertidos en una caricatura de lo que eran —pero sobre un parking—, un hecho que no ha ayudado en nada a la cultura que da sentido a la comida.Aquí adquieren un papel importante las acciones de algunos activistas y artistas que han utilizado la comida como vehículo de reflexión y denuncia, añadiendo a las convocatorias más diversas, la acción de comerse aquello de lo que se habla. Acciones que tienen un precedente en alguna de las exposiciones de Antoni Miralda, como la del año 1980 en la Galería Joan Prats, donde los visitantes, especialmente los niños, podían comerse una gran maqueta de Barcelona que reunía una serie de monas de Pascua de chocolate que representaban varios edificios singulares de la ciudad.
Más recientemente, la arquitectura y el urbanismo también se han interesado por la comida en tanto que fenómeno urbano conectado directamente con el futuro del planeta. El Festival de Arquitectura de Barcelona Model, en su edición de 2022, dio de comer en la Plaza Catalunya a cerca de 300 personas en cada una de las comidas del día. La forma concéntrica de la instalación ideada por los arquitectos MAIO, buscaba afirmarse, con su posición central, como el punto del km 0 de Catalunya y, simbólicamente, con el de la comida de proximidad. Mediante un escenario-cocina rodeado por un círculo de mesas, se subrayaba el propio trazado de la plaza. Lo remarcable era que, en el mismo escenario donde se convocaba a diferentes expertos para hablar de la arquitectura y de la ciudad, también se cocinara y se comiera.La obra que representamos cuando comemos en la ciudad
La ciudad de la comida, también tiene un interés particular desde el punto de vista del espacio público porque es una ciudad teatralizada por las diversas escenas que se forman a partir del acto de comer. De haber sido de su interés, Georges Perec habría ensayado una de sus tentativas, tan sólo observando el comportamiento de la gente a lo largo de un día con la comida como nexo de unión. Actualmente, la presencia real de gente comiendo, supera la imagen ficticia de gente comiendo en vallas publicitarias, y a los anuncios sobre alimentos o sobre su reparto por la ciudad, y aporta gestos y ademanes propios del espacio interior doméstico, visibles ahora en la calle. Esto tiene un vínculo innegable con la escuela dramatúrgica, en la que algunos sociólogos, como Richard Sennett, han identificado señales, rituales y protocolos para entender cómo se construye el espacio en el que nos relacionamos, y en el que, sin saberlo, actuamos a diario. Desde esta óptica, la comida, cuando tiene lugar en la calle, enfatiza una teatralidad inconsciente que recurre a unos gestos y a una mímica que complementan las explicaciones de las personas mientras tienen la boca llena. La portada de la revista The New Yorker (Fig.4) de septiembre de 2021 retrata esta situación y añade a los gestos, los pensamientos de la gente. Es difícil encontrar una imagen tan nítida de la comida urbana. En la ciudad «actuamos» comiendo, y lo más importante es que es una acción que vemos todos. Esta dimensión de la ciudad supera con creces a la de las estadísticas y utilidades. Es la vida urbana, y la comida la excita. Tiene razón Carolyn Steel (Hungry planet) cuando afirma que la comida modela el espacio en el que vivimos. Probablemente por esta razón los vecinos del Raval, hace unos tres años, escenificaron una comida en la calle poniendo una mesa y sentándose a comer, no para celebrar nada, sino para mostrar que la calle les pertenecía a ellos —y a su forma de vivirla— y no a los narcotraficantes.
¿Cuál o cuales síntomas se manifiestan en la comida? Obviamente los tradicionales, entre los que se encuentra el hambre, la salud, la economía, y también los más nuevos, los empalagosos programas de cocina y, entre ellos, los de los «chefs», a los que debemos reconocer que han puesto la comida en boca de todos, valga la expresión, pero de la peor forma posible, convirtiendo la comida y la cocina en algo competitivo y en una fábrica de ansiedad.
Como un contrapunto necesario, han aparecido también las manifestaciones políticas y culturales que se mueven en lo que podríamos llamar el ámbito de la comida. Esto último define un espacio, y no sólo por el hecho de que lo que formamos mientras comemos juntos sea el espacio alrededor de una mesa o un mantel sobre el suelo. Cuando decimos que la comida forma un espacio, nos referimos a un espacio cultural, un ámbito en el que nos identificamos y al que pertenecemos, y que, por tanto, nos sujeta. No hace mucho, en un acto en el MACBA conducido por Marina Monsonís, tenía lugar una conversación con una mujer de la Franja de Gaza instalada en Nueva York. Laila el Haddad se refería a la comida, la cocina y los productos de esa parte del mundo y al particular sentido que tenían para los refugiados. Lejos de su patria y de su casa, los expatriados podían reconstruirlas mediante «el espacio» de los platos tradicionales, tratando de buscar los productos con los que se elaboraban las recetas, reproduciendo los olores y sabores del lugar de donde venían. Un ejercicio de memoria sin lápidas ni monumentos, pero también un espacio sin arquitectura. Esperamos que en un futuro no tengamos que hacer memoria de nuestra cultura, al haber perdido nuestra comida y la manera de cocinarla.
Reportaje originalmente publicado en el Quadern Núm. 1.899, domingo 12 de junio de 2022, de El País de Cataluña, y que se ha revisado y ampliado para UrbanbatFest 2023.
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